Citas que apunté de "Cositas" de Benoît Coquil
Psilocybe parece poca cosa, el muy discreto. Pasa desapercibido. Un cuerpo flaco, esbelto, de una sola pieza; en lo alto, un simple sombrero marrón beis terroso, un poco desgastado por los bordes. Lo encontraréis a menudo cerca de un maizal o en una pradera, a resguardo del sol. Psilocybe, como todos los demás, se mantiene en la sombra. Y, como todos los demás, solo está ahí unos pocos días, después de la lluvia. Solo está de paso. Nada llamativo, Psilocybe. Nada que ver con Amanita muscaria y su sombrero rojo de lunares blancos, salida directamente de un cuento infantil. Pero las mata callando bajo esa apariencia de tipo común. Bajo la capa y el sombrero color tierra, pese a su corta estatura y su silueta filiforme, Psilocybe tiene las hechuras de un mago. Higrófano como es, su piel cambia de color según el clima. Si os empeñáis en cruzaros en su camino, ojo: sus poderes son diversos. Psilocybe no os concederá deseos de riqueza, no os ofrecerá la juventud eterna. Psilocybe no es ese tipo de genio benefactor. Actuará en vosotros según su propia voluntad, en la oscuridad, en la claridad o en el gris intermedio. No os dejará decidir casi nada. Con toda seguridad, os acelerará o ralentizará el corazón, os dilatará las pupilas. Es lo que suele hacer. Sin ningún género de duda, os hará experimentar la euforia y las lágrimas. No os mostrará nada suyo, más bien os hará ver dentro de vosotros mismos. Tal vez os enseñe a vuestros muertos, los que os precedieron. Vuestros muertos y también vuestra muerte próxima. Será aterrador o tranquilizador, imposible saberlo de antemano. Si tenéis un más allá, Psilocybe os lo hará tocar con los dedos. Os hará tutear a vuestro dios, a vuestros dioses. Si creéis en el tiempo de los relojes, en el tiempo regular, resuelto y rectilíneo de los relojes, Psilocybe lo volverá líquido y sinuoso como el arroyo, lo espesará, lo hará sólido, gaseoso, convertirá las horas en segundos. Si creéis en los contornos de vuestra persona, Psilocybe los abolirá. Psilocybe os amplificará, levantará las barreras aduaneras de vuestro diminuto ego, hará de vosotros un árbol entre los árboles. Olvidaréis lo que os distingue de la silla que os sostiene, del aire que os llena, de la lluvia que cae sobre vosotros, de la mosca que se os posa encima. Psilocybe os hará cósmicos. De todo esto es capaz, a pesar de sus escasos cinco o diez centímetros, a pesar de su apariencia de don nadie. De todo esto no decidiréis nada.
¿Intuye ya que existen los viajes estáticos?
A nosotros los rusos nos gustan todos, incluso los más venenosos, incluso los que provocan mareos, náuseas o locura, y algunos los veneramos. Vosotros los anglos no entendéis nada, os repugnan, les ponéis nombres horribles, nombres demoníacos: sombreros de bruja, falo hediondo, Boletus satanas... Los teméis como al mismo demonio. ¡Sois mico..., micófobos!
A los quince minutos aparecen en la pantalla seis setas rojas. Sus sombreros están cubiertos de gotitas de rocío brillante. Comienza la música. Chaikovski, la «Danza china» de El cascanueces. Se oye primero la cadencia grave de los fagots, y luego el vuelo de una flauta, una melodía ligera, pizpireta, como el trino de un pájaro, seguida del pizzicato de los violines. Las setas saltan simultáneamente, se sacuden y se lanzan a una danza saltarina en corro al ritmo de las cuerdas. Tienen rasgos asiáticos y sus pedúnculos se asemejan a largas túnicas. Una de ellas, más pequeña que las demás, no sigue la coreografía, se bambolea, cae del escenario y luego se sube, monísima. Se dice que la secuencia está inspirada en un sueño que tuvo el propio Chaikovski,
La duda se despeja: la dietilamida que acaba de ingerir es una poción mágica de gran potencia, pero Hofmann ya no está en condiciones de explicarlo, las palabras le resbalan de los labios por la barbilla cuando las pronuncia o bien le crecen como tallos desde la lengua. Apenas logra convencer a su ayudante de laboratorio para que lo lleve a casa. Como no hay coche disponible, tienen que ir en bicicleta.
Durante los cuatro kilómetros que lo separan de su casa, Hofmann se sume en un delirio total. Cree estar parado cuando en realidad pedalea a toda velocidad mientras, a su alrededor, el río, la ciudad, la ayudante, el oeste y el este, todo se descompone.
Os apasionan especialmente las psicotrópicas. Son como una casta aparte, una extraña familia, apenas doscientas especies de entre las decenas de miles del reino de los fungi. Sobre todo, abren puertas a otros mundos, a mundos invisibles.
De fondo se va perfilando la idea, atrevida pero excitante, de que una de las primeras formas de religión de la humanidad habría sido un culto a los hongos, basado en el uso de sustancias psicoactivas.
De hecho, no usáis el término alucinógeno. Preferís inventar una palabra, otra más: enteógeno, es decir, que genera el sentimiento de lo divino, que hace crecer el dios interior.
La primera cosa que se comía en el convite eran unos honguillos; esto comían antes de amanecer, y también bebían cacao antes de amanecer [...]; aquellos honguillos [los] comían con miel, y cuando ya se comenzaban a calentar con ellos, comenzaban a bailar, y algunos cantaban y algunos lloraban, porque ya estaban borrachos con los honguillos; y algunos no querían cantar, sino sentábanse en sus aposentos y estábanse allí, como pensativos, y algunos veían en visión que se morían, y lloraban, otros veían que los comía alguna bestia fiera, otros veían que cautivaban en la guerra, otros veían que habían de ser ricos, otros que habían de tener muchos esclavos, otros que habían de adulterar y les habían de hacer tortilla la cabeza, por este caso, otros que habían de hurtar algo, por lo cual les habían de matar, y otras muchas visiones que veían. Después que había pasado la borrachera de los honguillos, hablaban los unos con los otros acerca de las visiones que habían visto. BERNARDINO DE SAHAGÚN, Historia general de las cosas de Nueva España
Así que ahí la tienen, María Sabina, esa cuasisanta de Huautla. No es muy alta, pero, aun así, en ese umbral que le sirve como el pedestal de una estatua, les saca una cabeza. Se mantiene erguida. En la luz del atardecer, que marca arrugas y relieves, muestra todas las edades a la vez. Wasson tiene ante sus ojos esas edades de la vida impresas a la vez en un mismo cuerpo pequeño. Ve, al mismo tiempo, la frente apergaminada y las manos de muchacha; el pelo, casi todo blanco; y la cintura delgada; la piel firme en la base del cuello; la tela resplandeciente de su huipil, bordado con flores multicolores —ese huipil que, precisamente, las mujeres mazatecas llevan durante toda su vida, desde los quince años hasta su muerte—. No sabe decir, a primera vista, cuántos años o siglos han pasado por esta mujer. Sus manos adornadas con anillos de plata acompañan sus palabras en un tranquilo ballet, imitan un gesto de cosecha, señalan un lugar lejano, luego caen a los lados de su cuerpo. Deja de hablar, se gira hacia Wasson y le sonríe con solemnidad.
Entonces Wasson comprende: no es en las manos ni en la voz de María Sabina donde se percibe su poder. Las manos repiten humildes gestos de campesina, la voz es débil. No: el poder está en los ojos. En los dos ojos negros que, con una infinita dulzura, pero sin parpadear, sin tregua, lo escrutan. Ojos que han visto más allá, se dice a sí mismo. Ojos que se han abierto ante orillas insospechadas.
Masha y tú no sois las primeras en caminar por las tierras alucinadas a las que conduce el hongo mazateco, pero esa tarde sois las primeras, tal vez, en consumirlo sin ceremonias, sin chamán ni oraciones, sin humo de copal, simplemente como experiencia pura. El viaje fuera del ritual. No seréis las últimas.
Se titula «Seeking the magic mushroom»,
Seis días después, el 19 de mayo, Tina, siempre a la sombra de su esposo, cuenta a su vez su experiencia en This Week, suplemento dominical de unos cuarenta periódicos de todo el país, con una tirada de cerca de quince millones de ejemplares. Incluso aparece en la portada del número, sonriendo con su bata blanca junto a un gigantesco hongo esculpido en piedra: «I ate the sacred mushrooms. An astonishing scientific adventure in Mexico».
Cuando, a la media hora, comienzan a parpadear puntos verdes y rosados frente a él, centelleos que se buscan, se vuelve a su mesa de trabajo, espera unos minutos más, luego coge la pluma y escribe: «Visiones coloreadas en aumento – pájaros móviles con alas gigantes de lepidópteros – espectáculo fantástico en azul como las alas de la mariposa morpho. Gran espectáculo zoológico donde desfilan todas las especies».
Pero Hofmann primero quiere hacer también su autoexperiencia. Como ha visto a otros hacer, ingiere treinta y dos hongos seguidos, con mucho refresco de limón para tragarlo todo. Se desconoce si la ayudante de laboratorio es la misma que quince años atrás tuvo que llevarlo a casa en bicicleta durante su viaje de LSD. Si es la misma, nos la podemos imaginar ya levantando los ojos al cielo, buscando las llaves de su coche en el bolsillo del abrigo, preparándose para volver a salvar a su superior. No falla: los efectos que describe Hofmann se parecen mucho a los de su experiencia de 1943. Mareos y un gran espectáculo en Technicolor. Lo llevan de vuelta a casa, lo tienden en su sofá, cree disolverse, perder su yo en un torbellino de imágenes (imágenes particularmente mexicanas, escribirá). De hecho, se angustia aún más cuando el médico llega para examinarlo, porque se le antoja un sacerdote azteca que se apresta a arrancarle el corazón.
Al día siguiente, de nuevo fresco como una rosa, Hofmann emprende la síntesis del principio activo. Seca los hongos, los reduce a polvo, el polvo lo vierte en un tubo de ensayo con todo tipo de pociones —reactivo de Keller, carbonato de plata, ácido sulfhídrico—, hasta que por fin aparece, en diminutos cristales, la esencia de Psilocybe, que llevará el nombre de «psilocibina». Se pone al descubierto el espíritu oculto en el hongo, se desvelan sus secretos, lo desmenuzan, deshacen su pequeño rosario de átomos: doce de carbono, diecisiete de hidrógeno, dos de nitrógeno, cuatro de oxígeno y uno de fósforo. Incluso lo pesan, y es un buen retoño: 284 gramos por mol. Hofmann traza con tiza en su pizarra la fórmula topológica ad hoc como quien dibuja los contornos de una nueva tierra.
Lo que poco a poco aparece bajo las patas de insecto de la máquina de escribir son las primeras pistas sobre un uso terapéutico de la psilocibina. Tina intuye que la molécula podría curar depresiones graves, adicciones a las drogas o al alcohol. Pone en relación sus observaciones, lo que sabe, lo que ha visto, la composición química, el resurgir de imágenes de la infancia, el efecto inmediato, la ausencia de dependencia. Siente que está ante algo importante.
¿No es asombroso pensar que las naciones micofóbicas grosso modo son las que reúne el Pacto Atlántico, mientras que las más micófilas están todas en el Bloque del Este? En resumen, ¿no podríamos entender los conflictos geopolíticos del mundo bipolar a la luz del gusto o el disgusto por los fungi?
No saben que los verdaderos exploradores somos nosotros. Que vamos a un lugar mil veces más lejos que la Luna. Que es hora de explorar lo remoto interior. El viaje astral. No saben que he cruzado los desiertos de plata de Plutón, remontado ríos subterráneos sobre Betelgeuse. Que he visto naves de guerra ardiendo desde el hombro de Orión. Me zambullí de cabeza la primera en los agujeros negros, acaricié con la punta de los dedos las nebulosas. Las verdaderas misiones no salen de cabo Cañaveral, sino de Huautla de Jiménez. Tú, María Sabina, eres nuestra piloto.
—Pero no era suficiente. —Los parques estaban cercados. —La experiencia era sintética. —En pastillas, en papel secante. —A todo eso le faltaban raíces. Como a nosotros.
—Aquí los ácidos brotan directamente del suelo.
—Con nuestras guías de viaje a cuestas. —Los paraísos artificiales. —Las puertas de la percepción. —El Bardo Thödol. —Le Mont Analogue.
Se dice que Lennon pasó allí cinco días, o solo una noche, guiado por María Sabina; pero una noche pesadillesca, porque los psilocibios le hicieron ver su muerte. No se sabe si vio el revólver del calibre 38 Special, las espantosas balas dumdum, las casetes esparcidas por el suelo o si vio el arco del Dakota Building, debajo del cual se tambalearía diez años después. Pero se dice que, según la memoria mazateca, fue uno de los badtrips más tremendos de la década.
Es Albert Hofmann, el químico de los laboratorios Sandoz, el descubridor del LSD, venido directamente desde Suiza hasta Huautla. Pues Albert Hofmann no se preocupa por las estaciones, ya que en Sandoz no necesitan lluvia para secretar psilocibina, la reproducen infinitamente y en cualquier momento del año, tanto en verano como en invierno. Cuando Hofmann aterriza en Huautla, la sustancia sintética circula poco, su uso es restringido, pronto prohibido, pero él, el gran sintetizador, ha cruzado sin dificultad las fronteras con un frasco de pastillas con el estampillado de Sandoz en la maleta. Wasson lo acompaña.
Ella responde que es María Sabina, la dama sin tacha, la que mira hacia dentro con ojos limpios, ojos claros, la que solo nada en aguas puras, maldito sea quien mienta así sobre ella, que su lengua se convierta en polvo por haber dicho eso. La interrogan durante horas y María Sabina responde sin temblar. Suena el teléfono, una llamada de Huautla, y finalmente las preguntas cesan. Cuando el intérprete encargado de llevarla de vuelta a casa va a buscar su coche, ella pregunta por sus recortes de periódico, su disco y todo lo demás. Al otro lado del escritorio, fingen no entenderla.
Echa pestes contra esos perdularios a los que más les valdría retomar sus estudios donde los dejaron, turistas chamánicos devotos del zumbado de Timothy Leary, esos yonquis que confunden sus trips con milagros y el placer propio con una revolución.
Y entonces lo entiende. Las cositas ya no hablan mazateco, hablan inglés.
Ni se acerca a los paperbacks que inundan Estados Unidos, salidos de rotativas que funcionan a pleno rendimiento, ni al papel de periódico de mala calidad, ese que mancha los dedos, el de la revista Life. Desde que su reportaje llegó a manos de los estadounidenses y manchó los dedos de la mitad del país, desde que todo el mundo conoce Huautla. Y la policía federal recorriendo el valle. También le dicen que María Sabina ha perdido la cabeza, que habla sin parar del dinero que le roban, del dinero que él le debe. Todo un campo de investigación echado a perder, se dice, y ese pensamiento le produce una punzada en el estómago. Entonces, desde Life, le dio la espalda al papel de periódico.
En la plaza central, unos altavoces ocultos entre los aguacateros difunden las canciones del cortometraje de dibujos animados Magic Mushrooms!, estrenado por los estudios Disney dos años antes.
Se titula María Sabina: una tragifonía. Música: Leonardo Balada. Texto: Camilo José Cela. Estamos a principios de 1970...
¿Qué les pasa a los vivos que hacemos morir en el escenario? ¿Sienten algo en el momento de su muerte ficticia, un ligero vértigo, se les para el corazón por un segundo? ¿Tienen la sensación de haber perdido un pedazo de sí mismos, de no vivir más que una vida a medias? Los casos no son muchos, sin duda, pero María Sabina es de esos pocos. Muere una primera vez en el escenario en 1970, todas las noches a las diez durante una semana o dos, pero aún le quedan quince años de vida en su montaña.
Hablan. ¡Cómo hablan! Las nuevas generaciones ya no saben callarse.
Los aztecas, para representar la palabra en sus frescos y códices, pintaban frente a las bocas abiertas una voluta. Como un bocadillo de cómic vacío, sin texto, que los arqueólogos llamaron «la vírgula de la palabra».