📚 Mis Lecturas (literatura, no académicas, etc.)

Título, autoría, fecha de lectura y con enlace a búsqueda en WorldCat y citas que apunté. Hecho por pedrolr (Contacto - Blog - Mastodon - Perfiles - About)

Citas que apunté de "El mundo es un pañuelo" de David Lodge

¿No has tenido nunca la sensación, cuando conduces a buena marcha en un tráfico denso, de que todo resulta extraordinariamente precario, aunque todos los implicados parezcan dar por sentada la situación. Todos los conductores parecen tan aburridos en sus coches y sus camiones, tan abstraídos, como si solo quisieran ir de A a B, y sin embargo en todo momento se encuentran tan solo a unos centímetros, a unos segundos de la muerte repentina? Basta con que alguien haga girar su volante unos centímetros más en este sentido en lugar del otro, para que todos empiecen a chocar entre sí. O bien estás conduciendo por una carretera costera llena de curvas, y te das cuenta de que si retirases las manos del volante, aunque solo fuera por un segundo, el coche se lanzaría al vacío. Es una sensación espantosa, ya que te das cuenta de lo fácil que sería hacerlo, lo rápido, lo sencillo, lo irreversible que sería todo. A mí me parecía haber hecho algo por el estilo, solo que yo me había desviado de la carretera para encontrar la vida, no la muerte.
—Leí su novela… ¿cómo se llamaba?
—Días difíciles. Buen título, ¿no crees? El matrimonio como un largo período doloroso. Se vendieron un millón y medio de ejemplares en edición de bolsillo. ¿Qué te pareció a ti?
—¿Y a ti qué te pareció, Morris?
—¿Lo dices porque el marido es una especie de monstruo? Más bien me gustó. No te imaginas cuántas mujeres me hicieron proposiciones después de publicarse el libro. Supongo que deseaban experimentar con un auténtico cerdo machista antes de que se extinga la especie.
—¿Las complaciste?
—Nada de eso; hace tiempo que he abandonado la jodienda. Llegué a la conclusión de que la actividad sexual es una sublimación del instinto del trabajo. —Hilary dejó escapar una risita y, así alentado, Morris argumentó—: El siglo diecinueve conocía sus prioridades. Lo que realmente codiciamos es el poder, y este lo conseguimos mediante el trabajo. Cuando últimamente echo un vistazo a mis colegas, ¿qué veo? Todos fornican con su alumnado, o bien entre sí, como locos, los matrimonios se rompen uno tras otro, y sin embargo nadie parece sentirse feliz. Es evidente que preferirían estar trabajando, pero les avergüenza reconocerlo.
De pie ante la cómoda, con una tableta de somnífero en la mano, a medio camino esta de su boca, Désirée abre la carpeta y empieza a leer. Antes de darse cuenta, ha llegado al final de los tres folios mecanografiados, los ha devorado en tres bocados llenos de avidez. Apenas puede creer que las palabras que tanto tiempo le han exigido para encontrarlas y unirlas entre sí, puedan consumirse con tanta rapidez, o que puedan parecer tan vagas, tan indecisas, tan inseguras de sí mismas. Todas ellas tendrán que ser reescritas mañana. Traga una píldora y después otra, pues ahora solo desea olvido. Esperando que las píldoras hagan su efecto, se sitúa ante la ventana y contempla las colinas cubiertas de arboleda que rodean la colonia de escritores, un paisaje monótono y monocromo a la fría luz de la luna. Árboles hasta allí donde la vista alcanza. Árboles suficientes para hacer un millón y medio de ejemplares de Hombres en edición de bolsillo. Dos millones. «¡Creced, árboles, creced!», susurra Désirée. Se niega a admitir la posibilidad de una derrota. Vuelve a la cama y se tiende boca arriba, muy rígida, con los ojos cerrados y los brazos junto a los costados, esperando el sueño.
En el mismo avión, unos cuarenta metros detrás de Fulvia Morgana, Howard Ringbaum trata de persuadir a su esposa Thelma para que practique el coito con él, allí y entonces, en la última fila de la clase económica. Las circunstancias son ideales, indica él en un susurro cargado de urgencia, pues las luces son mortecinas, todos los que se encuentran en su campo visual duermen, y hay un asiento vacío a cada lado de ellos. Echando atrás los respaldos para los brazos que dividen estas cuatro plazas, podrían crear suficiente espacio para echarse horizontalmente y joder.
—Chist, alguien puede oírte —dice Thelma, que no comprende que su esposo habla perfectamente en serio.
Howard oprime el timbre de servicio y, cuando aparece una azafata, le pide dos mantas y dos almohadas. Nadie, asegura a Thelma, sabrá lo que están haciendo bajo las mantas.
—Todo lo que yo haré debajo de la mía será dormir —dice Thelma—. Apenas haya terminado este capítulo.
Está leyendo una novela titulada Conviene intentarlo, de un autor británico llamado Ronald Frobisher. Bosteza y vuelve una página. El libro es bastante aburrido. Lo compró hace años en su última visita a Inglaterra y regresó con él a Canadá sin abrirlo, volvió a añadirlo al equipaje cuando se trasladaron a Estados Unidos, y ayer, buscando algo que leer en el avión, lo bajó de un estante y sopló el polvo que lo cubría, pensando que sería un buen medio para reajustarse al habla y los modismos ingleses. Pero la novela está ambientada en los Midlands industriales, y el diálogo se desarrolla copiosamente en un dialecto que difícilmente encontrarán en las cercanías de Bloomsbury. Howard tiene una beca del National Endowment for Humanities, para trabajar seis meses en el British Museum, y han conseguido alquilar un pequeño apartamento sobre una tienda muy cerca de Russell Square. Thelma se dispone a inscribirse en un puñado de esas clases para adultos, maravillosamente baratas, que se imparten en Inglaterra para todo, desde idiomas extranjeros hasta ornamentación floral, y ver de veras todos los museos de la capital.
La azafata trae mantas y almohadas en bolsas de plástico. Howard extiende las mantas sobre las rodillas de los dos y su mano asciende por encima de la falda de Thelma. Esta la aparta de un manotazo.
—¡Howard! ¡Basta ya! ¿Qué te pasa?
Aunque enojada, no le disgusta del todo esa insólita exhibición de ardor.
Lo que le pasa a Howard Ringbaum hay que atribuirlo, de hecho al club Mile High, una confraternidad exclusiva de hombres que han realizado el ayuntamiento carnal en pleno vuelo. Howard leyó acerca de la existencia de este club en una revista, mientras esperaba su turno en una peluquería hace cosa de un año, y desde entonces le ha consumido la ambición de pertenecer a él. Un colega de Southern Illinois, donde Howard enseña ahora lírica pastoral inglesa, al que este confesó una noche esta ambición no satisfecha, le reveló su propia pertenencia al club y se ofreció para presentar el nombre de Howard si este cumplía la única condición para ser miembro. Howard preguntó si las esposas eran válidas y el colega contestó que no era la costumbre, pero él creía que el comité de admisión se mostraría benévolo. Howard inquirió qué prueba se exigía y el colega le respondió que una servilleta de papel manchada de semen y con el logotipo de una compañía de aviación reconocida, y firmada por la pareja participante en el acto. Indica la triste determinación de Howard Ringbaum en cuanto a triunfar en toda forma de competición humana el hecho de que sucumbiera a tan tosco bromazo sin un momento de vacilación. El mismo rasgo característico, exhibido en un juego de sociedad llamado Humillación e ideado por Philip Swallow muchos años antes, le costó caro a Howard Ringbaum. De hecho, le costó su empleo y motivó su exilio a Canadá, país del cual solo en fecha reciente ha conseguido regresar a fuerza de escribir una larga serie de plúmbeos artículos sobre la lírica pastoral inglesa en medio de las ventosas praderas de Alberta… pero no ha aprendido a partir de esta experiencia.
—¿Y en el water? —susurra—. Podríamos hacerlo en el water.
—¿Estás loco? —sisea Thelma—. Allí apenas hay sitio para mear, y menos para… Por favor, cielo, domínate. Espera hasta que lleguemos a nuestro pisito de Londres —le sonríe con indulgencia.
—Quítate las bragas y siéntate sobre mi picha —dice Howard Ringbaum sin sonreír.
Thelma golpea a Howard en la entrepierna con su libro y su marido se dobla de dolor.
—¿Howard? —exclama ella con ansiedad—. ¿Estás bien, cielo? ¡No quería hacerte daño!
En consecuencia, Rodney Wainwright trama contra sí mismo una astuta conspiración mediante la cual dejará la redacción de esa disertación hasta el último momento posible —léase esta noche—, y así se forzará a sí mismo a terminarla obligado por la presión inexorable del tiempo que se va agotando.