Citas que apunté de "Una palabra tuya" de Elvira Lindo
Porque ella era así, hablaba de lo que se le pusiera por delante. Tú sacabas un tema con Milagros y te lo desarrollaba hasta la extenuación. Y hablaba de una forma un poco pomposa, como si fuera una experta, hablaba de la gente, de mí, de la vida, farfullaba, hacía como que sabía, hablaba por hablar y era de estas personas que no conocen el punto y aparte; hablaba como si los temas no se acabaran nunca, como si su cerebro fuera incapaz de encontrar un final para una frase y su discurso se moviera en espiral y cuando tú creías que estaba al fin a punto de callarse volvía sobre lo mismo, al punto de partida, incansablemente. Yo creo que aparte de que fuera una forma de hablar que tendría de nacimiento, porque se está descubriendo que no todo depende del aprendizaje sino que hay sistemas de pensamiento que vienen de fábrica, y no creo que fuera una persona muy inteligente, está su propia historia personal que pudo afectarla y a todo eso hay que sumarle los porros, que uno o dos, o cuarenta, como yo me habré fumado, no te afectan, pero si empiezas la mañana, antes incluso del café, fumándote uno, pues se te queda el cerebro acolchado, como de goma-espuma. Pero ya era así de pequeña, ya tenía esa verborrea que no había forma de que parase, en clase, en el camino a la escuela, en el váter, siempre hablando por lo bajo, como si no fuera capaz de encontrar el final de una historia. Y siempre echando mano de frases hechas. Eso es algo que siempre me ha puesto muy nerviosa, las frases hechas. Me acuerdo de una tarde de estas de agosto en Madrid de calor africano, a eso de las cuatro, que salí a la calle, en parte por el tabaco y en parte por la necesidad urgente de quitarme a mi madre de encima un rato —porque si no dime tú qué haces en la calle Toledo a las cuatro de la tarde en un agosto—, y me había puesto la mano en la cabeza porque notaba que me quemaba, y de pronto, oigo a mi espalda, con esa voz aguda inconfundible, «ponte a la sombra, que los bombones al sol se derriten», y tras la frase vinieron las risas de unos chavales a los que les debía parecer de lo más cómico que aquella gorda soltara semejante piropo y que encima la destinataria fuera yo. Me volví para matarla, fui hacia ella con una niebla de furia que me cegaba los ojos, te lo juro, le dije cogiéndole de la camiseta, eres subnormal, eres una retrasada, eso es lo que eres.
Lo veía tan claramente como Dios debe ver a sus hijos, desde arriba, vigilante pero sin intervenir. Me ha pasado muy pocas veces, ese desdoblarme y entender de forma tan nítida el funcionamiento del mundo, como entiende el relojero la maquinaria del reloj, pero cuando me ha ocurrido he tenido que empezar a respirar hondo porque el corazón se me desbocaba. Dijo el médico que era ansiedad. Es la respuesta mágica que han encontrado cuando no saben muy bien de qué les estás hablando.
A mi madre esa actitud le quemaba la sangre, decía (cuando aún decía algo), hija, por la Virgen, pierdes la tarde, apúntate a una academia de inglés o de mecanografía para manejar el ordenador, que el inglés no te va a sobrar nunca en ningún trabajo, que con el inglés se te abrirán puertas y sin el inglés se te cerrarán todas. Así lo decía, tal y como lo escuchaba en los anuncios de la radio. Con el inglés, las puertas abiertas; sin el inglés, las puertas cerradas. Yo no he conocido a ninguna persona que diera tanto crédito a la publicidad como mi madre, ella no tenía ese mecanismo tan simple por el cual distinguimos lo que es información y lo que es propaganda. Su obsesión era que si me aplicaba y estudiaba inglés igual podía intentar que me contrataran otra vez en la agencia de viajes. Eso venía en parte porque a los seis meses de salir de la agencia ya no pude alargar la mentira por más tiempo y no tuve más remedio que confesarle que ya no trabajaba allí, sencillamente se me acabó el paro y mis planes de enriquecimiento en el taxi con Milagros se habían quedado en nada.
Ya ves, me lo decía a mí, que no he sido precisamente el colmo de la responsabilidad. Pero ella me abocaba a ese papel como de hermana mayor, como de madre, ahora que lo pienso.
Ella decía, nunca nos vamos a ver en otra en la vida. Nunca podremos tener tan buenos recuerdos como éstos.
Y visto con la perspectiva del tiempo, puede que tuviera razón. Yo ya no me he visto en otra. Ahí se acabó el dinero y se acabaron los restaurantes y los porros y las mañanas de paseo en el taxi del tío.
Qué raros son los recuerdos que nos hacen disfrutar de una felicidad de la que no nos dimos cuenta y con la que no fuimos felices.
(Con el inglés se te abren las puertas y sin el inglés se te cierran todas) no había tarde que no lo repitiera dos o tres veces, y encima elegía para machacarme con el asunto cuando acababa de despertarme de la siesta, que es cuando yo personalmente tengo menos aguante.
Mi madre solía decirme, hija mía, es que tú tiendes a ver siempre la vida por el lado más desagradable. Y si tu madre te machaca con esa idea de ti misma desde pequeña, te lo crees, porque cuando eres niño te crees todo lo que diga tu madre, aunque vaya en contra de tu autoestima, aunque te deje para siempre hundida en el barro, aunque te coma las entrañas, como un alien, la sospecha de que tal vez tenga razón, que puede que la vida sea de otra manera pero que hay algo en ti, como una tara de nacimiento, que hace que la veas por el lado más miserable. Aun así, en cuanto tuve un poquito de uso de razón, en cuanto tuve conciencia, me esforcé por convencerme de que no era mío el problema, como me repetía mi madre, sino del mundo, que no está bien repartido. Ni el dinero ni la belleza. El problema es que en el cerebro de mi madre sólo cabían tres ideas y la pobre las mareó toda su vida y me torturó a mí, y a pesar de que, repito, no era una mujer inteligente, y ahora lo sé, lo sé todo, lo tengo todo ordenadito en el cerebro, los padres, aunque sean tontos de baba, o locos o asesinos, influyen sobre nosotros. Quien haya sido capaz de librarse de una madre que tire la primera piedra.
Como ejemplo de esa resignación cristiana que practicaba mi madre y que yo no compartía (para nada) está el hecho de que a mi madre se le caía la baba con los niños de las Infantas. Yo creo que hay madres que acaban queriendo más a los hijos de las Infantas que a los suyos propios. O a los de Carolina, que encima es de otro país. Mi madre puede servir de ejemplo de ese disparate.
Y seguro que había momentos en que le hubiera gustado borrarme del mapa para no tener que dar explicaciones a los demás, explicaciones en las que ella también introducía sus mentiras, «la volverán a contratar en la agencia cuando suba su nivel de inglés, esto de la limpieza municipal es sólo temporal», pero todo ese poso de decepción que estaba en su interior lo transformaba en un estado de permanente preocupación por mí, de espíritu de sacrificio. Supongo que así entendía ella que debía ser la actitud correcta ante Dios, pero lo que yo me pregunto es, si Dios sabe lo que cada una de sus criaturas está pensando, si Dios todo lo ve, para qué representar una comedia de cara a Dios. Eso es lo que yo me pregunto.
Es más, yo diría que la relación filial está compuesta por dos factores que a menudo luchan entre sí: cariño más rencor. El problema es que el porcentaje de rencor sea tan alto que ya del cariño ni te acuerdes, que es lo que me pasó a mí en los últimos tiempos.
Para colmo, mi madre, cuando se enteraba del papel que se me había asignado, mostraba ese gesto de contenida resignación (cristiana) que a mí tanto me ha hecho sufrir en esta vida.
Cayó una gota enorme, ya esa sola gota me mojó media cabeza, y a partir de ahí fue como si me estuvieran tirando cubos de agua encima.
Le oía ducharse en mi cuarto de baño y era una sensación extraña, era como si estuviera soñando y en ese sueño estuviera casada y mi marido fuera barrendero y se levantara de madrugada para irse al trabajo. Morsa volvía al cabo del rato, la habitación se llenaba de los olores del aseo masculino y con el pelo mojado y la cara fresca y recién afeitada se inclinaba sobre mi cara y me miraba un momento, yo sentía que me miraba. No sé por qué pero lo hacía siempre. Luego me daba un beso con una dulzura que no era capaz de mostrar en ningún momento del día, ni tan siquiera cuando echábamos un polvo. Yo me hacía la medio dormida, como si no fuera conmigo. Nos vemos dentro de un rato, me decía. Su aliento olía a pasta de dientes, su piel dejaba en la habitación un rastro de su colonia y de jabón de afeitar. Lo que hay que hacer para echar un polvo, le oía decir a veces antes de irse. Por fin la puerta se cerraba y yo me quedaba media hora más, media hora con toda la cama para mí, con el edredón tapándome la cabeza para protegerme de las presencias inoportunas, y pensando que tal vez ésa era la mejor vida que podía esperar.
Para ella, inaugurar así el día, yéndome a recoger, era una especie de fiesta inesperada, me recordaba a la alegría de los perros que no tienen sentido del tiempo y te reciben siempre con el mismo nivel de entusiasmo, lo mismo si no te han visto en cinco horas como si simplemente te has ausentado cinco minutos para mirar el buzón. Mi madre tuvo un perro. Se murió. Y yo le dije, se han acabado los perros. No soporto ese amor tan incondicional. Tal vez, ahora que lo pienso, era lo que más me molestaba de Milagros. A lo mejor es que las personas que son demasiado serviciales me sacan de quicio. Le decía hola de una forma seca, para que viera que yo antes de tomar un café no estoy para nadie. Así que, los primeros diez minutos, bajábamos en silencio la cuesta de la calle Toledo, diez minutos en los que yo me torturaba pensando cuándo Milagros decidiría romper a hablar para no callar en todo el día.
Para mí colgar cortinas no tiene secretos, le colgué la casa entera a mi tío Cosme y ahí las tienes, en el mismo sitio desde hace diez años, se puede derrumbar la casa y ahí seguirían las cortinas.
Hablando del cerebro: las pastillas para dormir las dejé de tomar porque me dirás tú, si tienes que levantarte a las cinco de la madrugada, ¿a qué hora te has de tomar el somnífero?, ¿a las ocho de la tarde?, y además, qué coño, si yo dormía estupendamente, y más cuando estaba acompañada y se me quitaba el miedo a mi madre, para qué quería hacerme una adicta, porque yo soy de esas personas que tienen que tener cuidado porque se hacen adictas en cuanto te descuidas.
A pesar de la posible amenazante presencia de mi madre, me atreví a pensar con serenidad, por primera vez desde su muerte, en lo que habían sido los dos años últimos, y llegué a la conclusión, se me puede considerar cruel, pero así lo pensé, que mi madre debería haberse muerto mucho antes, hace lo menos cinco años, y que en esos cinco años mi vida hubiera dado el vuelco necesario, que cinco años antes yo no hubiera llegado a los treinta y puede que me hubiera atrevido a plantearle a mi hermana vender aquel piso y marcharme a otro lugar y haber tenido paciencia para encontrar otro trabajo, y a lo mejor otro novio, y otras amistades, pero mi madre me había puesto una soga al cuello y para colmo, cuidarla no había tranquilizado mi conciencia.
A mí con el mundo laboral me pasa como con la familia, que no lo entiendo y que no he tenido mucha suerte; esa obligación diaria de contemporizar con unas personas que te han tocado y de cuya compañía no puedes escaparte, ese tener que dedicarle todos los días un espacio de tiempo a la conversación con una gente que ni te va ni te viene, no es un plato de mi gusto. Pero disimulo, sonrío, me desnudo con ellas en los vestuarios, hablo de ducha a ducha, me quedo a comer en las fechas señaladas, cumpleaños, navidades, santos, tomo la caña de rigor todos los días, disimulo, disimulo; también con ellos, aunque no sé por qué extraña razón cuando Milagros y yo nos incorporamos a la cuadrilla ya se habían establecido los dos grupos, mujeres a un lado, hombres a otro, y eso es lo que hay, parece inamovible; de vez en cuando nos mezclamos, pero no demasiado.
Yo creo que le pasa a todo el mundo, incluso a esos individuos que hacen corrillos en las playas nudistas y que son capaces de desnudarse delante de sus propios hijos sin detenerse a pensar por un momento en el condicionante que eso puede suponer para ese hijo a la hora de encarar la relación paterno-filial, porque no puede ser igual la relación con un padre al que has visto siempre vestido, con una dignidad, que la que tienes con un padre al que le has visto sus partes. Me parece a mí. Para mí el único momento en que a un padre o a una madre se le tiene que ver en su completa desnudez es cuando ya la enfermedad terminal de la vejez le impide lavarse o valerse por sí solo, eso es lo único que justifica esa terrible visión y puedo decir, por mi experiencia, que es algo penoso que yo no le deseo a nadie y que ojalá que el Señor me lo hubiera evitado.
Se le ve el plumero, como a muchos psicólogos, que utilizan la psicología para ponerse un escudo defensivo y una espada para apuntar las taras ajenas. Por eso dejé la carrera, no sólo por pereza, que también, sino porque ya a mis compañeros de facultad les iba viendo el estilo, cada vez que te tenían envidia o rencor por algo echaban mano del argot psicológico para herirte más profundamente. Tal vez yo debiera haber hecho lo mismo y ahora no estaría como estoy, pero me falta la hipocresía necesaria.
Me paré y lo observé un momento. Es curioso que cuando ves las cosas fuera del entorno en que las has visto toda la vida no las reconoces del todo, igual que hay gente que sólo me ha conocido a mí vestida de barrendera y luego me ve por la calle vestida de paisano y no me saluda porque no sabe quién soy. La cosa es que una chica que miraba también en el puesto al ver que me quedaba mirando la taza me dijo, ¿la vas a querer? El Rastro es así, la gente se interesa por algo cuando ve que otro está a punto de llevárselo. Lo sé porque vivo al lado y lo tengo muy observado.
Ya sé que cuando el tiempo pasa le añadimos a las cosas que dijimos o a las sensaciones que tuvimos un significado que, en muchos casos, no tuvieron.
No hay nada mejor que un donut una hora después de haberte tomado sólo un café bebido, cuando ya te cruje el estómago de hambre. Me recuerda al donut del recreo (este detalle le encantaría a la escritora del platillo de la comunión).
Envidia de su juventud, decía. Qué sabría Milagros de eso. ¿Envidia de beber hasta caer muerto, de follar en un parque, de tener que pedir dinero en casa? Quién quiere eso. Sólo los gilipollas quieren quedarse en esa fase de la vida. Los del síndrome de Peter Pan.
Recuerdo el placer de ver el humo saliendo de mi boca en círculos, recuerdo la humedad de la noche que se terminaba y cubría las cosas con un manto de cristal, recuerdo el azul marino convirtiéndose poco a poco en añil.
Recuerdo escuchar a Milagros a mis espaldas cantando A mi manera, partes en español y partes en un inglés inventado: «Bebí, lo disfruté, y me drogué, a cada instante / gasté, un dineral, en invitar a bogavantes / al fin, ya me ven, sólo llegué a ser barrendera / y qué, si me lo fundí: a mi manera. / did it my way…»
Recuerdo que me dio la risa. Escuchaba las rimas absurdas que hacía Milagros detrás de los setos, era una de sus costumbres, cuando quería hacerme reír muy a mi pesar, cuando estaba borracha, cuando conducía el taxi. Recuerdo haber pronunciado las siguientes palabras mirando uno de los anillos del humo que se perdían por encima de mi cabeza:
—Qué bonito es el mundo, qué bonito.
Y digo que era falso el que me rogara que yo le diera mi sincera opinión sobre el particular (aunque me duela, decía, aunque me duela) porque la gente, en un 99,9 por ciento, no te pide que le des el consejo que honradamente tú estás dispuesto a dar sino el que ellos están esperando. Lo que ella quería es que yo le dijera, sí, Teté, tienes que echarte en sus brazos, porque la vida es corta y el amor es el amor y es posible que él te quiera locamente pero la otra (su mujer) le presiona, la otra le presiona sin necesidad de montarle un número, la otra es una pasiva-agresiva. Yo sabía lo que me estaba pidiendo, sabía las frases que quería oírme pronunciar y así mismo se las iba diciendo, como si fuera leyéndole el cerebro. Yo estaba ahí, tan falsa como ella, entendiéndola, y ella, llorando.
Yo sabía que era cruel pidiéndole compañía sin darle nada a cambio, porque Morsa me ha deseado siempre de una manera que yo no acabo de entender, tal vez porque yo nunca lo he deseado a él de la misma, y también porque me extraña que alguien me desee tan intensamente.
Con las flores y la bandeja de los buñuelos me bajé en Ventas y crucé el puente de la M-30, que a eso de las seis de la tarde estaba hasta arriba de gente que iba de un lado a otro, a paso lento, no como yo, que llevaba el ritmo del que tiene un destino. La gente cruzaba aquel puente espantoso por el simple hecho de pasear, porque en Madrid ocurre lo que no ocurre en ningún lugar del planeta, que la gente pasea por unos sitios inmundos y se asoma a los puentes que cruzan las autopistas como quien se asoma a ver las olas del mar.
Más bien, habría que pensar que la juventud es esa edad en que la filosofía vital consiste en que los demás (el prójimo) son unos gilipollas y la desgracia ajena es eso, ajena.
Si me ponía a pensar, gran parte de mis recuerdos estaban relacionados con la loca de Milagros. Y ahora, fíjate por dónde, iba a su casa, en la que sólo había estado, por cierto, dos o tres veces desde que la compró, porque ni me gusta viajar en metro (menos teniendo que hacer transbordos), ni me gusta ir a la casa de la gente, porque tengo que celebrar cómo está decorada la casa y la comida que te preparan y los niños que tienen, ni me gusta estar obligada a quedarme un rato después de las comidas, no sé lo que hacer y me siento incómoda y no sé cuándo es el momento en el que esa familia o esa persona quiere que me vaya. Prefiero quedar en los bares y si me harto, me largo.
Escuchadme. Dejadme que os cuente una cosa: soy una inocente. Más de lo que estáis dispuestos a creer. Más de lo que siempre pensó mi madre, que me hizo crecer con la idea de que desde muy niña llevaba un adulto dentro que observaba críticamente las vidas ajenas. ¿Sabéis lo que es eso, que te hagan creer cuando eres pequeña que en todos tus actos hay una doble intención, y para colmo, mala? Ella solía adornar el comentario diciendo que ese retorcimiento era debido a mi enorme inteligencia. Solía rematar la frase comentando con una sonrisa: en el fondo, es muy buena, incluso puede que hasta sea más buena que su hermana. Decía eso porque sabía que una madre como Dios manda no debe hacer comentarios negativos de sus hijos, así que encubría las críticas, pero no podía evitarlas, no podía. Os puedo asegurar que ese juicio suyo me entristeció más que nada de las cosas que normalmente pueden entristecer a un niño, más que la marcha de mi padre. Ese juicio suyo me torció la vida. No os exagero, creedme, es algo que tengo muy meditado. Me hizo creer que estaba endemoniada o algo así, que otro ser dentro de mí observaba la vida con maldad. Y si te repiten tanto las cosas desde niño acabas creyéndotelas, actuando según la imagen que tus padres tienen de ti. Ella me quitó la inocencia de tanto repetir que yo no era inocente, pero lo era. Miraba fijamente, eso sí, que es lo que a ella más le molestaba, pero era porque siempre me ha costado entender las cosas a la primera. Miraba para comprender. Era mucho más tonta de lo que ella pensaba. Ella me atribuía la inteligencia de la maldad, y yo tenía, os lo puedo asegurar, la lentitud del niño bondadoso. La miraba cómo estudiaba los cuellos de las camisas de mi padre antes de echarlas a la lavadora, cómo las olía, cómo manoseaba incluso su ropa interior; y ella de pronto se volvía, como si hubiera sentido mi presencia, me veía en el quicio de la puerta del lavadero y se llevaba un susto, ¿qué haces ahí, Rosario, qué haces?, y había un tono nada disimulado de irritación, una vez incluso me dijo, ¿se lo vas a contar a tu padre, se lo vas a contar, verdad? Y yo no sabía qué es lo que le tenía que contar ni qué interés tenía aquello que la veía hacer con tanta frecuencia, como registrarle los bolsillos, la cartera; más bien me producía inquietud el ver a mi madre, tan controlada siempre, tan poco misteriosa, acercando la nariz a unos calzoncillos, o quedárselo mirando fijamente cuando él estaba leyendo el periódico, con una intriga que yo no acababa de entender. Ella me atribuía a mí una compleja sabiduría. Por qué, no lo sé. A lo mejor porque siempre he mirado de frente, porque mi cara siempre ha sido el espejo de mi alma, porque mis gestos no me han permitido ser hipócrita, y tenía curiosidad, siempre la he tenido. Podía haberme celebrado mi curiosidad, pero no, ella lo achacaba a un retorcimiento genético, ¿lo podéis creer?, ¿y quién era la retorcida? Ves a tu madre con la nariz metida en los calzoncillos de tu padre y quieres saber por qué lo hace. Sólo eso. Ella me hizo creer que yo no era inocente. Es más, en mí perdura ese miedo infantil a no serlo, el miedo a tener dentro a ese bicho que me domina. Pero decidme ahora si no hay que ser muy inocente para darte cuenta de un detalle fundamental en tu vida veinticinco años más tarde. Veinticinco, que se dice pronto.
Mi madre ha hecho que pongamos en duda todo lo que mi padre dice que hace.
Pero es lo que tienen los viejos, que despistan, que despiertan una compasión que a lo mejor no merecen.
No sólo los reconozco sino que trato de superarme, pero me resulta muy difícil, mucho, porque hablando con total sinceridad (como hablo ahora), la verdad es que no me suele interesar la mayoría de las cosas que me cuentan. ¿Es sólo problema mío? No lo creo, en serio lo digo. La gente te cuenta unas cosas soporíferas y para colmo si estás viendo día tras día a las mismas personas, te mortifican sin piedad con lo mismo, con el mismo recuerdo, con la misma anécdota, y es ese aburrimiento el que te puede llevar, como fue mi caso, a no enterarte de lo que de verdad importa.
Y pensé también que en cualquier momento podía darme la risa. Es algo que me pasa cuando Morsa habla en serio, no lo puedo remediar. Así que antes de que la cosa fuera a más le dije que no me parecía el sitio para hablar de esas cosas.
Es algo que siempre pasa en los viajes y si te paras a pensarlo es francamente absurdo: la gente se ve todos los días, en la casa, en el trabajo, en la calle, pero por alguna razón misteriosa acaba haciéndose confesiones íntimas en esos bares de carretera que huelen a aceite requemado, a chorizo, a quesos, que te marean con el sonido de fondo de la tele, con la musiquilla de la máquina. Muchos matrimonios empiezan o terminan en los bares de carretera, y debe ser porque ir sentado en el coche durante unas cuantas horas mirando el paisaje provoca extrañas conexiones cerebrales. Me imagino que también depende del paisaje, claro.
Parece que a cada persona le atribuimos un paisaje, ése donde nosotros la hemos conocido, y para mí, el paisaje de Milagros era la calle Toledo, donde tantas veces había venido a buscarme, o la de Mira el Río Baja, donde se la había traído su tío Cosme a los ocho años, aquellos bares de Lavapiés por los que íbamos los sábados por la noche a tomar tapas, o esos otros de barrios desconocidos a los que me llevaba cuando habíamos montado el negocio boyante del taxi, bares en los que la conocían y que ella iba seleccionando por caprichos de su estómago de niña gorda: aquí la tortilla, aquí el café, aquí los berberechos.
Pensé que hay cualidades en las personas que no apreciamos hasta que no las vemos actuar sin que ellas sean conscientes de nuestra mirada. Él no sabía que yo lo estaba mirando, así que no había ninguna afectación en su presencia, ni la sonrisa de medio lado, ni su afán de parecer interesante, no quería darme a entender nada con sus gestos. Estaba simplemente allí, entregado al paisaje, mirando, oliendo, pensando en el futuro, cogiendo el cigarro entre los dedos como antes lo hacían los hombres, con la brasa mirando hacia la palma de la mano, diciéndose a sí mismo, ¿a quién tengo yo en la vida?