Citas que apunté de "Un momento de descanso" de Antonio Orejudo
La teoría de Cifuentes era que los seres humanos somos máquinas de resolver problemas, que estamos programados genéticamente para sobrevivir en circunstancias adversas, lo cual es fantástico cuando se vive en las cavernas. Pero hoy, cuando los problemas básicos están solventados y muy poca gente vive en cuevas, ese poderoso mecanismo de resolución se resiste a desaparecer, y tenemos que llevarlo colgando, interfiriendo en nuestra cómoda vida de urbanitas.
Los occidentales del siglo XXI no tenemos problemas. Salvo que llamemos problemas a quedarnos sin tóner en la impresora o sin periódico el domingo por la mañana. Vivimos con relativa placidez hasta que un día la máquina de resolver dificultades, que ha estado todo ese tiempo al ralentí, se pone espontáneamente en funcionamiento.
Debería ser obligatorio que padres e hijos compartieran habitación dos o tres veces al año. Descalzarse, mostrar la propia vulnerabilidad, reconocer que se tienen meñiques y uñas que hay que cortar en una postura nada fácil, quitarse la ropa en una habitación desapacible y húmeda, ponerse un pijama grotesco…
¡Cómo los acercaría todo eso!
¿Cuál, cuál, cuál?
UNO QUE HA LEÍDO A SHAKESPEARE
Me gusta verlo crecer,
constatar su buena salud,
pero me desgarra que se haga grande,
y que nunca más pueda morderlo.
EL QUE SE PARECE A TONY SOPRANO
Aquel cachorro mullidito
se ha esfumado para siempre.
EL HOMBRE REPEINADO DEL BUICK AZUL
Ahí dentro hay peligros y trampas
que le harán daño.
CIFUENTES
Y nosotros no estaremos allí para advertirle, para protegerlo.
LA DE LA INFECCIÓN FACIAL
Sé que las cosas tienen que ser así.
El único modo de que sobreviva
sobre la faz de la tierra
tras mi desaparición
es sometiéndose a todos los peligros
que lo acechan.
LA DEL PEINADO CON ÍNFULAS ARISTOCRÁTICAS
Que lo acechan.
EL QUE SE PARECE A TONY SOPRANO
Que lo acechan.
EL OBRERO ESPECIALIZADO DE DOCK REPAIR
Me arrepiento de todas las veces
en las que le he dicho que no a sus juegos.
EL QUE HA LEÍDO A SHAKESPEARE
Me arrepiento de haber dejado pasar
tantas oportunidades de abrazarlo,
de besarlo
y de lamerlo.
EL HOMBRE REPEINADO DEL BUICK AZUL
Ay, ay, ay, qué deprisa ha crecido mi hijo.
LA DEL PEINADO CON ÍNFULAS ARISTOCRÁTICAS
Ay, ay, ay, y eso que yo le suministré
LA DE LA INFECCIÓN FACIAL
unos polvos mágicos
EL OBRERO ESPECIALIZADO DE DOCK REPAIR
para retrasar su crecimiento
EL QUE HA LEÍDO A SHAKESPEARE
y poder así disfrutar más de él.
EL QUE SE PARECE A TONY SOPRANO
Fíjate, ayer en el colegio
CIFUENTES
y hoy ya en la High School.
TODOS
En la High School.
En la High School.
En la Hiiiiiiigh Schoooooooool.
—Iris es increíble, profesor —dijo Gloria Gomes—. Está perfectamente informada de las relaciones entre escritores y entre escritores y críticos. Sabe quién es amigo de quién, quién es amante de quién, y analiza, si la relación es duradera, qué cambios se producen en el estilo de los dos amantes o en uno de ellos. Ha contratado detectives privados y paparazzis que le proporcionan fotos y vídeos de escritores de primera fila, grabados con cámara oculta… Increíble, profesor.
—Yo también creo como Gloria —dijo Iris— que el análisis de los textos es un método de trabajo vigesimónico, completamente obsoleto. Prefiero estudiar la vida de los autores antes que su obra.
—Llámame antiguo, Iris —le contestó Cifuentes—, pero yo soy de la vieja escuela. Los textos me parecen más interesantes que las vidas. Y no te olvides de que las vidas también son textos.
—Tiene que ver esos vídeos, profesor, son increíbles —insistió Gloria pasando su brazo por los hombros de Iris.
Y las dos se echaron a reír.
Sí, reían, pero Cifuentes sabía que estaban tristes. Iris, Gloria, Ovid, el andaluz de largas patillas y el resto de estudiantes graduados. Y por supuesto sus colegas. Todos ellos eran zombis, me lo dijo varias veces a lo largo de la comida. Zombis que en diferente grado pero sin excepción presentaban ese estrato de profunda melancolía sobre el que todos los profesores extranjeros, y en particular los meridionales, han construido su nueva identidad.
Parecían joviales, pero no había gozo en aquellas miradas sin brillo.
Hacían bromas, pero en el fondo de su corazón querían marcharse a casa, tirarse en la cama boca arriba y quedarse mirando al techo o ponerse a llorar.
Al advertir que la estudiante estaba dormida, Cifuentes dejó de hablar. Como buen profesor, era un actor excelente y dominaba como nadie el arte de los silencios. Nuestro maestro, Augusto Desmoines, nos había enseñado que las clases tenían un componente teatral del 80 por ciento. Una clase magistral no debía basarse tanto en la transmisión de información o conocimiento cuanto en el deslumbramiento del público. Para aprender ya estaban los libros. Una buena clase debía ser ante todo un buen espectáculo.
Cifuentes llevaba esa máxima hasta el extremo. Él no planteaba sus cursos pensando en el aprovechamiento del alumno, sino en su admiración. En la admiración del alumno por él. Así que el esquema de sus intervenciones no respondía a paradigmas inductivos o deductivos, sino a paradigmas de tensión dramática: planteamiento, nudo y desenlace. No es que los alumnos perdieran el tiempo con él; seguro que aprendían, pero eso no era nunca su prioridad.
Empezaba con un enigma de difícil solución, una pregunta que sus estudiantes no pudieran contestar en modo alguno. Por ejemplo: ¿cuál es la relación del endecasílabo con la aparición del capitalismo?
Entonces los alumnos bajaban la cabeza temerosos de que los interpelara directamente. Algunos ni siquiera sabían qué era un endecasílabo. Otros no sabían qué era el capitalismo. Los dejaba temblar un rato como conejos asustados y a continuación explicaba el enigma, lo desvelaba poco a poco, como si en vez de estar dando una clase estuviera haciendo un striptease. Y comprobaba con satisfacción cómo se iluminaban las caras.
El primer día les pedía a los alumnos que se presentaran, que expresaran sus expectativas y las razones por las que se habían matriculado en un curso de Spanish. A los estudiantes les encanta ser escuchados, les gusta creer que son importantes y que también participan en el diseño de la asignatura. Era conmovedor comprobar cómo entraban al trapo, como necesitaban desesperadamente creer que entre ellos, entre el profesor y el alumno, había algo más que una mera relación de poder y dominación. El fundamentalismo democrático ha hecho estragos en la universidad. Pero él ya no estaba para discutir la presentación de los platos. ¿Querían creer que profesores y estudiantes se encontraban al mismo nivel?
Adelante, que lo creyesen. Él no tenía ningún inconveniente en simular una relación entre iguales. Todo lo contrario: le venía muy bien. Simulando ser uno más, multiplicaba su deslumbramiento.
Había interiorizado tanto las bases dramáticas de su profesión, que el dispositivo de simulación saltaba automáticamente al entrar en contacto con los estudiantes. Para Cifuentes la simulación, el fingimiento y la actuación no eran comportamientos impostados, sino reacciones que brotaban de manera natural.
Algunas veces sentía una nostalgia digamos pastoril, utópica.
Echaba en falta, como si alguna vez lo hubiera experimentado, una relación menos teatral con los alumnos. Pero eso ya era imposible.
En su caso, la naturalidad era el resultado de un artificio. Unas veces encarnaba al genio despistado, al profesor con tantas cosas en la cabeza que no sabe siquiera la hora que es. Gustaba mucho este papel. Hacía también de persona normal, y hablaba con ellos de cosas corrientes, sobre sus vidas, sus estudios y sus intereses.
Naturalmente, todo esto le daba igual, ni siquiera los oía, pendiente como estaba de localizar cuanto antes al estudiante que intentaría ponerlo en apuros, al alumno que había tenido una experiencia sexual temprana con una mujer madura, creía saberlo todo y estaba dispuesto a informar de este hecho a todo el mundo. Otras veces prefería dar una imagen de sosiego y plenitud. Y me recomendó que si alguna vez, en alguna conferencia o en alguna entrevista, yo quería dar imagen de sosiego y plenitud, que me sentara en el borde de la silla y cruzara la pierna montando el muslo derecho sobre el izquierdo, algo que él podía hacer perfectamente desde que había adelgazado. Esa postura resultaba muy afeminada y conveniente. En Estados Unidos nunca estaba de más aparecer ante los estudiantes con un toque de feminidad. Cuanto antes se granjeara uno la simpatía del lobby homosexual y del feminista, tan poderosos y presentes en las instituciones, mejor.
Aquella vez, el día de la estudiante negra que se había quedado dormida, Cifuentes interpretaba a un profesor cínico, ácido y descreído; a un nihilista terriblemente irónico, pero elegante. Se acercó a ella y se quedó mirando la pesada respiración de aquella mujer que descansaba ajena a todo, henchida de bienestar y con las manos enlazadas sobre la barriguita. Los demás estudiantes aguardaban en silencio la reacción de aquel profesor tan cáustico. Y entonces la estudiante empezó a roncar. No fue un ronquido normal, sino una especie de rebuzno agudo que provocó una espontánea carcajada general. La placidez se esfumó del rostro de la mujer dormida, que abrió los ojos sobresaltada.
—La empatía guarda una relación directa con el tamaño y la morfología de las criaturas. No es lo mismo ver morir un caballo que un mosquito, y no es lo mismo ver morir un mono, con sus rasgos casi humanos, que una mofeta. Y eso que una hormiga es un animal del infierno, la he visto aumentada de tamaño en un reportaje de la televisión. Sus poderosas mandíbulas son capaces de levantar cincuenta veces su peso.
La cooperación y la ausencia de ego las hacían indestructibles. Inmortales. Murakami decía que en su imaginario, si es que podía hablarse de eso, de un imaginario hormiguil, no existía el yo. Las hormigas no tenían esa necesidad de salvación individual que tenemos los seres humanos.
—Arturo, a veces me resultas patético. En el mundo hay algo más que sexo; hay ternura, hay admiración intelectual, hay genuino interés amistoso, hay empatía y simpatía. Ya sé que tú todo lo cifras en el sexo, que para ti el deslumbramiento es una traducción cultural del deseo de fornicar. Me hizo gracia la primera vez que te lo oí, pero ahora me ha irritado porque si algo no se me ha pasado, todavía, por la cabeza desde que conozco a Lelous es follármelo. El tipo de placer que me provoca es intelectual. Y esto no lo digo para tranquilizarte, porque en realidad el placer intelectual es mucho más.
Sin pensarlo se puso al volante del Nissan Sentra y empezó a recorrer las calles de la ciudad. No buscaba nada, era una simple aplicación práctica de la Teoría de la Relatividad. Quería alargar el espacio, para que se acortara el tiempo. Desplazándose de un punto a otro, el tiempo se hacía breve y el sufrimiento menor. A intervalos periódicos llamaba a casa y llamaba a Lib. Lib seguía con el teléfono desconectado y en casa saltaba el contestador.
El atroz desmoche, de Jaume Claret Miranda, demostraba que el franquismo no había infravalorado la universidad. Todo lo contrario; fue siempre muy consciente de su poder. Sus ideólogos entendieron perfectamente que en la tarea de aniquilar el germen republicano para siempre lo más importante era el complemento circunstancial.
Para siempre. Y a ello se aplicaron con ahínco. La enconada persecución que sufrieron los profesores universitarios desafectos al Régimen no fue tanto una consecuencia del odio cuanto el resultado de un proyecto concebido con frialdad: la consolidación de un estado de anemia intelectual que sirviese de profilaxis ante el riesgo de futuras infecciones revolucionarias.
Este minucioso plan contó con la inestimable ayuda de los profesores más mediocres, que vieron en aquella sistemática aniquilación de la excelencia una oportunidad para ocupar cátedras, rectorados, decanatos y ministerios. La sinergia que se produjo entre los depuradores ideológicos y la chusma académica hizo que la universidad franquista fuera durante cuatro décadas una institución fantasma.
A la luz de todas estas historias, relatadas en el libro con nombres y apellidos, se comprendía por qué la situación de la ciencia y de la universidad españolas era paupérrima. Nuestro raquitismo cultural, intelectual y científico no obedecía a un ciego y fatal designio del destino, sino al dictado consciente de quienes ganaron la guerra y a la incompetencia coadyutoria de los políticos que vinieron después.
Al perderse en los primeros años de la Transición la oportunidad de corregir drásticamente esta situación, los jóvenes políticos de la democracia facilitaron al franquismo una de sus últimas victorias: garantizaron que los efectos de ese atroz desmoche llevado a cabo por el Régimen en la universidad perdurarían durante siglos.